«No puedo dejar de constatar mi gratitud a Dios —y la de todos los miembros del Tribunal de la Rota de la Nunciatura— por su quehacer jurídico, su brillantez intelectual, su extraordinaria producción científica y, sobre todo, por su calidad humana»
«Recibíamos la noticia —previsible, pero siempre desgarradora— de la muerte de Mons. Manuel Jesús Arroba Conde, CMF, después de una grave enfermedad que ha avanzado demasiado rápido, y en la que ha testimoniado lo que ha sido una constante en su vida: honradez, amabilidad, saber estar y aceptación de la voluntad de Dios»
Carlos Morán Busto, decano del Tribunal de la Rota
En la mañana del 29 de mayo pasado recibíamos la noticia —previsible, pero siempre desgarradora— de la muerte de Mons. Manuel Jesús Arroba Conde, CMF, después de una grave enfermedad que ha avanzado demasiado rápido, y en la que ha testimoniado lo que ha sido una constante en su vida: honradez, amabilidad, saber estar y aceptación de la voluntad de Dios.
Aunque se ha publicado ya algún obituario, no puedo dejar de constatar mi gratitud a Dios —y la de todos los miembros del Tribunal de la Rota de la Nunciatura— por su quehacer jurídico, su brillantez intelectual, su extraordinaria producción científica y, sobre todo, por su calidad humana, expresión todo ello de una vocación hecha de servicio total a la Iglesia y a los fieles que, de un modo u otro, Dios puso en su camino.
Nacido en Casas de Don Pedro (Badajoz), hijo de Pablo y Josefa Amelia, era el primero de nueve hermanos. Ingresó en la Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María en 1967; su primera profesión la emitió el 7 de septiembre de 1975, y la profesión perpetua el 19 de marzo de 1981, siendo ordenado sacerdote el 17 de abril de 1982. Fue profesor de teología dogmática en la Facultad de Teología de Granada (1986-1989); profesor ordinario de Facultad de derecho canónico de la P.U Lateranense (1989-2019), de la que fue Decano y presidente del Instituto Utriusque Iuris durante 16 años; Decano de la sección de Madrid del Pontificio Instituto Juan Pablo II para las Ciencias del matrimonio y la familia y Juez del Tribunal de la Rota de la Nunciatura de Madrid (2019-2023).
Aún con los límites que imponen un escrito como éste, es obligatorio hacer expresa mención —a modo de acción de gracias al Señor, a su familia y sus hermanos claretianos— de la ingente labor que Arroba realizó al servicio del derecho en la Iglesia. Como pocos comprendió la riqueza de la dimensión jurídica que existe en el Pueblo de Dios, especialmente en el ámbito de la relaciones interpersonales, de manera muy particular en todo lo que tiene que ver con el matrimonio, y también últimamente en el ámbito del derecho penal. Con criterios de extraordinario rigor jurídico, con seriedad intelectual, con una escrupulosa metodología académica, con una capacidad de trabajo admirable, Arroba Conde nos ha legado una enorme producción científica que permanecerá para siempre, y que es una verdadera regalía para quienes nos hemos deleitado con su saber jurídico.
Son incontables las tesis dirigidas, los artículos científicos y sus obras monográficas. Precisamente hace unos meses le presentábamos en el Colegio de Abogados de Madrid la 9ª edición de su «manual de derecho procesal canónico», verdadera obra maestra. Testigo directo de los desafíos del nuevo Código, el profesor Arroba Conde explicó e interpretó las diversas instituciones jurídico-procesales del nuevo libro VII; los destinatarios directos eran sus alumnos del Laterano de Roma, en el que durante decenios ejerció su docencia; ese manual, al igual que muchos de sus artículos, se convirtieron pronto —y desde entonces hasta ahora lo ha sido mucho más—, en un texto de referencia para cualquier estudioso del derecho procesal canónico, y también para los operadores jurídicos de todo el mundo. La suya es la obra de un maestro, con una gran experiencia como consultor de diversas Congregaciones romanas, entre ellas en la Signatura Apostólica, en el PCTL.
Los últimos cuatro años los pasó entre nosotros, como Juez del Tribunal de la Rota. Lo recibimos como una bendición de Dios, y trabajamos conjuntamente en muy diversos temas, sobre todo últimamente en asuntos penales. Hace unos días firmó la última sentencia, que llevaba en su corazón; como en otros momentos de su enfermedad, hablamos de muchas cuestiones de la vida, también de la muerte. A ella se ha preparado de modo admirable en ese crisol que siempre es la enfermedad, acompañado siempre de sus hermanos claretianos, de su familia y de muy buenos amigos.
No es posible entender la defensa que Arroba hizo de la familia, del matrimonio, de la verdad del hombre, sin tener presente sus raíces, sin el buen olor y el bálsamo de su familia. Decía Borgese que basta ver a uno rodeado de sus parientes para comprobar que su voz, su fisonomía, todo, le pertenece nada más que hasta cierto punto. La familia, la casa paterna, es como una iglesia de orden natural, que rara vez niega un alivio y que prepara el alma a consuelos mayores. Y es que en la paz del hogar la imaginación se purifica y al mismo tiempo se templa el desorden de los sentimientos.
En 1968, Pablo VI, haciendo una mirada retrospectiva a la historia de la Rota Romana, decía que habían sido muchos los jueces que habían destacados por sus méritos al servicio de la Iglesia: «esta acrisolada probidad de vida que informaba la vasta ciencia de lo equitativo y de lo justo de aquellos auditores —escribía el Papa— hizo brotar en ellos como la personificación misma de la justicia: iustitiam animatam, lo cual —como afirmaba santo Tomás, repitiendo el pensamiento aristotélico— expresa precisamente el ideal del juez conforme al sentir del pueblo (Suma Teológica, II-II, q. 60, art. 1)» (n. 7 del Discurso de 1968).
Manuel Arroba Conde, primero con su producción científica, y también ahora con su quehacer jurídico durante estos años, ha sabido hacer de la justicia, no una entelequia, sino una verdadera vocación, a la que se ha dedicado toda su vida.
En el día de su «partida» —que, por la misericordia de Dios, habrá sido de su «llegada»— no puedo dejar de dar gracias a Dios por su vida, por su producción científica y por quehacer jurídico. Nos deja un gran vacío, y también una inmensa gratitud al Dios por su vida y su obra.
Querido Manuel, encomendamos tu alma al Señor, que te habrá recibido con estas palabras: «bienaventurados los trabajan por la justicia».