Sala Clementina
Sábado, 30 de noviembre de 2019


Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra recibiros al final de este curso, que espero sea fructífero para vuestra preparación y competencia. Agradezco a Su Excelencia Mons. Pinto y a los ponentes que os han transmitido contenidos teológicos y procedimientos canónicos importantes para los esposos y para la vida de la Iglesia de hoy.

El tema del curso reunía dos aspectos cruciales: la protección del matrimonio y la atención pastoral a las parejas heridas.

Inconscientemente, nos sentimos atraídos inmediatamente por este segundo aspecto, porque es ante todo aquí, donde se manifiesta la atención solícita y materna de la Iglesia, de ayer y de hoy, ante las diversas situaciones dolorosas que una pareja de esposos puede encontrar a lo largo de su camino. Las que han sido expuestas son tipologías que no pueden ser tratadas con un enfoque meramente burocrático, casi mecánico. Se trata más bien de entrar en la vida de las personas que sufren y tienen sed de serenidad y de felicidad personal y de pareja.

Las heridas del matrimonio hoy ―como sabemos― provienen de muchas causas diferentes: psicológicas, físicas, ambientales, culturales…; a veces son causadas por el cierre del corazón humano al amor, por el pecado que nos toca a todos. No voy a insistir en esto. Sólo quiero decir que estas causas cavan surcos profundos y amargos en el corazón de las personas implicadas, heridas sangrantes, ante las cuales la Iglesia no podrá pasar nunca de largo mirando hacia otro lado.

Por eso la Iglesia, cuando se encuentra con estas realidades de parejas heridas, antes que nada llora y sufre con ellas; se acerca con el aceite del consuelo, para calmar y sanar; quiere cargar sobre sí misma el dolor que encuentra. Y si, luego, se esfuerza por ser imparcial y objetiva en la búsqueda de la verdad de un matrimonio roto, la Iglesia nunca es ajena, ni humana ni espiritualmente, a los que sufren. Nunca llega a ser impersonal o fría ante estas historias de vida tristes y turbulentas. Por eso, incluso en sus procedimientos canónicos y jurisprudenciales, la Iglesia busca siempre y sólo el bien de las personas heridas, busca la verdad de su amor; piensa solamente en sostener su felicidad justa y deseada, que, antes de ser un bien personal al que todos aspiramos humanamente, es un don que Dios reserva para sus hijos y que viene de Él.

De ahí que toda causa eclesiástica que enfrenta un matrimonio herido, y por ende los operadores, los jueces, las partes implicadas, los testigos, deben confiarse siempre en primer lugar al Espíritu Santo, para que, guiados por Él, puedan escuchar con el justo criterio, sean capaces de examinar, discernir y juzgar. ¡Y esto es muy importante! Un proceso no es algo matemático, sólo para ver qué motivo pesa más que el otro. No. El Espíritu Santo debe guiar el proceso, siempre. Si no hay Espíritu Santo, lo que hacemos no es eclesial.

El curso en el que habéis participado ha considerado también y sobre todo el cuidado atento y vigilante de la Iglesia para que el matrimonio de los esposos cristianos sea el que el Señor Jesús quiso que fuera. San Pablo lo resumió comparándolo con la unión de Cristo con la Iglesia, su cuerpo, al que ama como esposa con amor inquebrantable hasta el punto de sacrificarse en la cruz (cf. Ef 5,21-33), para que se cumpla la voluntad del Padre de hacer de toda la humanidad la familia de Dios.

Y por eso, aunque el matrimonio pueda llenar a los esposos cristianos de alegría y de plenitud humana y espiritual, no deben olvidar nunca que están llamados, como individuos y como pareja, a caminar siempre en la fe, a caminar en la Iglesia y con la Iglesia, a caminar juntos por el camino de la santidad. En efecto, en el Nuevo Testamento el matrimonio cristiano se vive como un camino de fe, como la unión íntima de los esposos, que son las “columnas” de la Iglesia doméstica [1].

De este camino en el Espíritu, de su luz que calienta y satisface el corazón humano, nace ese precioso e indispensable ministerio de los esposos en la Iglesia, cada vez más necesario hoy en nuestras comunidades parroquiales y diocesanas. Un ministerio que tiene su origen en el sacramento; un ministerio misionero que proclama que Cristo está vivo y actúa; un ministerio que llama generosamente a la vida a nuevas criaturas, nuevos hijos de Dios.

Este Sacramento no se improvisa. Es necesario prepararse desde novios. No basta con que los novios cristianos se preparen para el matrimonio alcanzando una buena integración psicológica, afectiva, relacional y de proyectos, necesaria también para la estabilidad de su futura unión. También deben alimentar y aumentar progresivamente en sí mismos esa llamada específica a modelarse a sí mismos como esposos cristianos. Esto significa cultivar, dentro de la vocación cristiana, la vocación particular a ser discípulos misioneros como esposos, testigos del Evangelio en la vida familiar, laboral y social, donde el Señor los llama; la vocación a manifestar la belleza de su pertenencia a Él y a dar razón de ese “más” de vida y de amor que es la epifanía en el mundo de la esperanza cristiana ofrecida por Cristo. El Concilio Vaticano II, el Magisterio de la Iglesia, pero antes que nada la Palabra de Dios son los que indican este alta meta apostólica y misionera inherente al Sacramento del Matrimonio. Y mirando este horizonte es cómo los novios pueden crecer, nutriéndose de la oración, de la Eucaristía y de la Reconciliación, de la preocupación sincera por los demás, de la dedicación a los hermanos que encuentran.

Los dos santos esposos Áquila y Priscila, amigos y colaboradores de Pablo, son un bello ejemplo de esta vocación al apostolado conyugal. Les dediqué la catequesis en la audiencia general el pasado 13 de noviembre.

El apóstol Pablo encontró en los discípulos Áquila y Priscila preciosos cooperadores, elegidos y llamados no por él, sino por el Señor. Así, el obispo, el párroco, el diácono permanente y su esposa, que preparan a los novios, deben ayudarlos a ser células vivas y apostólicas de las comunidades parroquiales.

La Iglesia, en su estructura parroquial, es concretamente una comunidad de familias, llamadas a ser, como Áquila y Priscila, testigos del Evangelio en ese territorio. Y aquí también es el Espíritu Santo el que obra esta sinergia, y por tanto hay que invocar al Espíritu también para este proceso apostólico, que no es fácil, pero no es imposible. Animo a los pastores, obispos y sacerdotes a promover, apoyar y acompañar este proceso, para que la Iglesia se renueve, convirtiéndose cada vez más en una red capilar de comunidades de familias que son testigos y misioneros del Evangelio.

Queridos hermanos y hermanas, os bendigo de corazón a cada uno de vosotros y a vuestro servicio eclesial y social. Yo rezo por vosotros; y vosotros también, por favor, rezad por mí. ¡Gracias!


[1] Cf. Conc. Vat. II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, 48-50; Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 39; Exhort. ap. post-sinodal, Amoris laetitia, 311.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 30 de noviembre de 2019.